Relato Ganador



Ellos 
 
Ella proviene de una familia católica de clase media-alta, de las de rosario antes de dormir y falda de tablas en el uniforme de colegio. La misa semanal era más importante que ayudar al prójimo y las apariencias el valor moral supremo. Desde niña la habían educado para ser una buena chica con el objetivo último de convertirla en una buena esposa y una madre solícita.
Con todo ella fue también hija de su tiempo y desafió aquellos valores medio burgueses para unirse a quienes hablaban de la liberación de la mujer. Vistió pantalones, quiso estudiar y evito la lascivia de los varones. Realmente tuvo éxito. Logró graduarse como abogada y se dedicó a defender a mujeres en casos de divorcio en un importante bufete.
No obstante siempre tuvo que navegar en aguas procelosas entres las olas de la aceptación familiar y social que le demandaban abnegación y sumisión y la corriente propia que le impulsaba hacia la libertad y la autorrealización de sí misma.
Hasta que sucumbió a la presión social y se malcasó demasiado joven. Entonces llegó la parte que se vio convirtiéndose poco a poco en aquello que ella había combatido tan fervientemente: el ama de casa servicial; la esposa solícita; la trabajadora que cobraba menos por ser mujer; el rechazo de aquellos que creían que se había plegado a la moral social imperante.
Había seguido el manual al pie de la letra y se las había ingeniado para lograr el éxito profesional simultáneamente. A pesar de su firme voluntad y espíritu de contrición no estaba preparada para pillar a su marido, por poco que le quisiera, en su propia cama con otra. El esfuerzo fue excesivo y finalmente la tensión entre la vida soñada y la realidad la quebró.
Vivió como una zombie, deprimida, todo el proceso de separación y divorcio y se juró a sí misma que nunca más volvería a atarse a un hombre.
Hasta que contra todo pronóstico, apareció Él.

Él, por contra, había crecido en una familia tan honrada como humilde. Siempre oyó hablar de respeto, compañerismo, compasión e igualdad, y creció en él un acusado sentido del respeto por los demás. Aparentar carecía de sentido porque siquiera había con qué. Tuvo que abrirse camino a base de esfuerzo para no acabar en la misma fábrica que su padre pero tuvo todo el apoyo que su familia modestamente pudo darle. Sus vecinos y amigos no comprendían esa necesidad de medrar, esas ganas de salir del barrio y buscarse otra vida. No por ello dejó de ser muy apreciado dada su profunda integración en la vida civil y asistencial del barrio.
Tímido con las mujeres, estas le provocaban un temor y un respeto reverencial. Si de algo había pecado en su relación con ellas era de idealizarlas y de exceso de romanticismo.
Mantuvo la relación con su novia del instituto hasta bien entrada la treintena, años más tarde de haber comprendido que no la amaba. Lo que adoraba era la feminidad arquetípica que ella, desde luego, no personificaba.
De aspecto muy bello, eso era todo lo que compartía con una ninfa. Era manipuladora y, a la postre, traidora. Finalmente no pudo aguantar más sentirse como un calzonazos y tuvo que dejarla.
Se propuso no volver a enamorarse jamás.
Hasta que apareció ella.
* * *
Se conocieron en una red social de Internet dedicada al sexo no convencional y sadomasoquista que en principio contradecía sus motivaciones de relación de pareja y sexuales. Ninguno de los dos pintaba nada allí en principio. Menos aún ella como sumisa servicial y él como amo sádico.
Por el contrario, ella había desarrollado una necesidad de sentirse dominada y manejada, sustituida su voluntad por la de otra persona. Él, en reacción a su experiencia con su pareja, buscaba desfogarse con cuantas más mujeres mejor. En el fondo quería dañarlas, lo que le producción un retorcido y perverso placer.
Coincidieron ella buscando un macho que la pusiera firme y él una esclava a quien vejar, ambos sin experiencia alguna en el mundo y con muchas fantasías autodestructivas en mente.
El destino les deparaba sorpresas y una senda mucho más realizadora y plena de la que ellos, insensatamente, pretendían.
* * *
Tras haber chateado durante unas semanas diciéndose medias verdades el uno al otro y a sí mismos quedaron en un café del centro de la ciudad. Curiosamente no habían cruzado fotografía alguna, inseguros ambos de su apariencia física.
Ella llegó primero y jugaba nerviosa con el sobre de azúcar de su café. Lo vio entrar y bajó la mirada, avergonzada de lo que iba a hacer. Él la localizó, vstida como estaba ella con la ropa que le había ordenado ponerse. Intentó no mostrar reacción alguna pero una semilla de atracción comenzó a crecer en su interior.
Cuando llegó a la altura de la mesita ella se puso torpemente en pie y él la miró de arriba abajo con fruición. Ella llevaba una blusa de seda carmesí muy entallada a pesar de que su cintura no era tan fina y que remarcaba su pecho abundante. Los pantalones de látex brillante se le pegaban a las caderas y descendían hasta esconderse por dentro de unas botas de cuero rematadas con un vertiginoso tacón cromado. Sus vecinas la hubieran llamado puta de lujo. Ella misma no creyó nunca que se vestiría así. No en público, al menos. Y bajo ningún concepto por el capricho y mandato de un hombre. Él llevaba un traje con el que cualquiera de sus vecinos lo hubiera confundido con un banquero. La chica pija que siempre se negó serlo estaba más pija que nunca, pero arrebatadoramente atractiva. El chico obrero que siempre se sintió tal estaba disfrazado de apoderado, pero más atractivo que nunca.
La charla fue por lo demás intrascendente, si bien ya no se escuchaban. Se comunicaban sin palabras. Y el mensaje que ambos recibían era el mismo: una tracción animal que la impelía a someterse a la voluntad de él y a él a hacerla suya. No lo sabían aún pero no querían ya lo que habían venido a buscar.
* * *
Subieron a la habitación que él había preparado previamente para realizar su fantasía. En cuanto entraron él la agarró del pelo con una furia y una rabia que sólo explicaban lo herido que lo había dejado su relación sentimental anterior. Cerró el puño sobre la abundante y salvaje cabellera pelirroja de ella y la obligó a arrodillarse a sus pies. Ella, que nunca se había dejado domar por nadie y que había luchado toda su vida contra viento y marea por preservar su autonomía se sintió profundamente excitada con la vehemencia del gesto de él.
La arrastró a cuatro patas hasta la cama y allí le impuso un collar de terciopelo rojo con una preciosa arandela metálica en el frente.
—Ahora eres toda mía, perra.
—Sí, Señor, soy toda suya.
—Bájate los pantalones hasta la rodilla.
—Sí Señor, como Usted ordene.
Mientras ella cumplía la orden él cogió una mordaza con una bola de silicona negra y en cuanto ella tuvo sus pantalones a la altura de las rodillas se la encajó en la boca y apretó la correa entorno a su cabeza lo más fuertemente que puedo. Ella, lejos de rechazar el trato, abrió la boca recibiendo la bola con gusto.
Nervioso y excitado, hizo que ella se agarraras los tobillos dejándola en una postura incómoda, de precario equilibrio y con sus nalgas completamente expuestas. Cogió su fusta y comenzó a flagelar las nalgas de ella con determinación. Su intención era hacerle daño, pero se dio cuenta de que ella disfrutaba realmente de los azotes. Y cuanto más duros eran, más disfrutaba ella, que siempre había abogado por la dignidad y la igualdad.
Más sorprendida que él estaba ella. No se podía creer que un acto tan mezquino y arbitrario de maltrato, el azote, cuyos efectos devastadores había visto en tantos casos durante su carrera profesional, estuviera excitándola. Era algo más que excitación. Era un sentimiento primario, animal. Una sensación de estar haciendo lo que le estaba destinado o le era natural.
Él percibió eso y casi se bloqueó por la perplejidad. Creía que iba a disfrutar haciendo daño a una mujer cualquiera y en lugar de vengarse del género femenino se descubrió dándola placer.
Paró en seco, incapaz de asumirlo.
No obstante no podía negar lo evidente: él también estaba tremendamente excitado. Y no por la venganza, sino por la sensación de que había encontrado la horma de su zapato. Percibió profundamente la conexión con aquella desconocida que se había avenido a ponerse en sus manos, indefensa.
* * *
Todo lo demás que paso aquella noche no importó: no era más que el attrezzo de una obra de teatro escrita para ellos dos. Las pinzas en los pechos; la cera caliente de las velas sobre su vientre; las cuerdas que inmovilizaron sus piernas mientras él la penetraba una y otra vez; las sorprendentes caricias que se deslizaron entre los azotes y las bofetadas.
Habían entrado en una dimensión paralela en la que el tiempo no corría de la misma manera. Unas pocas horas valieron para restañar heridas sufridas durante años.
Aquello había dejado de ser para ella sometimiento para convertirse en entrega. Para él ya no era una venganza, era una especie de comunicación profunda.
Sudorosos sobre la cama en la calma tras la batalla, abrazados mútuamente, el le dijo: “Buena chica.”
Y ella, por fin, se sintió realizada porque la habían educado para ser una buena chica.
* * *
Epílogo. Desgraciadamente no se atrevieron a contárselo a nadie. Porque no hubieran entendido. Pero con el tiempo, a medida que fueron experimentando nuevas prácticas y sensaciones establecieron relación con la comunidad y pudieron compartir su forma de comprender las relaciones. Eran miembros de una minoría, pero una minoría juiciosa y legítimamente orgullosa de su forma de entender en el mundo y actuar en él.

Akerbeltz

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